jueves, 10 de mayo de 2012

Empieza la Feria: "A los toros... en Madrid"

Los estudiosos de la festividad popular dicen y mantienen que Madrid no tiene fiestas, que la maquinaria de la gran urbe no permite ni autoriza semanas de relax ni de asueto. Tan ofensivas afirmaciones las argumentan, con cierta comprensión de los currelas, con una obviedad: una gran mayoría de “gatos”, bien por linaje o bien por acogida, aprovechan cualquier resquicio de san descanso para irse lejos de la ruidosa y humeante ciudad. Esos mismos estudiosos elevan el tono de sus hipótesis, si es que son rebatidas, apostillando que eso de los puentes o de los acueductos (que también los hay) es un invento puramente madrileño que no sólo se exportó sino que se potencia de generación en generación.

Por todo eso, y de esa forma tan sombría en principio, se extrae una consecuencia también muy comentada y predicada: la verdadera fiesta en Madrid son sus corridas de toros por San Isidro; veinticinco tardes seguidas de cita con la fiesta por antonomasia (hasta la llamaron “nacional”) que los madrileños se reparten y distribuyen de muy diversas maneras según sus quehaceres cotidianos.

“LOS QUE VIVEN LA FIESTA”
No madrugan pero tampoco dejan que la mañana les coma en el catre. Tienen que patear las calles comentando y recomentando lo que vieron ayer para explicárselo a quienes no lo vieron y para discutirlo con los que sí estuvieron.
 
Bien perfumados, cabellos marcialmente repeinados, periódico bajo el brazo…, emprenden el camino del bar de costumbre, de querencia. “¿Qué pasa Pepe?... ¿Lo viste?...¿viste como yo tenía razón?” Y Pepe, que a esas horas ya habrá discutido con cuatro rezagados, dos distribuidores y el chico de los recados…, Pepe a esas horas no entra al trapo. Café, copa, cigarrito y un vistazo a lo que han escrito los cronistas. Último chupito y a la segunda querencia. Ahí cambia el panorama, ahí sí que encontrará a alguien que entre a su muleta y con quien discutirá algo, lo que sea, de lo ocurrido en la plaza de toros. El caso es discutir y por ello argumentos, estrategias y otras martingalas ni sirven ni importan porque de lo que se trata es de provocarse, citarse el espíritu crítico porque se aproxima la hora del apartado.

Llegada ahí con aires muy toreros, “buenos días, señores”, vistazo a diestro y a siniestro, ubicación adecuada, y … a mirar. Es, son, avezados taurinos con lo que sólo les es necesario un vistazo con el gesto bien enmorrillado y… a discutir, que es de lo que se trata. Que si ese no dará juego, que si el bueno es el número 49, que si usted no tiene ni idea y es un indocumentado… Argucias al cabo para que suba el tono vital necesario para emprender la nueva aventura.

Llegar al hotel de los toreros es un paso obligado del vía crucis de quien en Madrid vive los toros por las fiestas del patrón. Allí, verdadero reducto del taurinismo más falso, se saludan entre ellos sin a lo mejor ni conocerse. Se palmean los hombros, se dicen “y tú qué tal, cómo estás”, provocan chismes, y afinan la oreja porque como sea tienen que reactualizar su víscera crítica, que es de lo que se trata. Sucede también que lo mismo tienen un compromiso de última hora y tienen entonces que dorar la píldora a reventas profesionales o a cualquier miembro de la cohorte que rodea al torero para conseguir entradas. Y en el caso de que compromiso no tengan, lo que buscarán con auténtico instinto primario es quién pague sus copas, “de fino…, faltaría más”. Lo mismo hasta si hay suerte encontrarán compañeros de comida, bien para que les salga gratis hasta el puro o bien para seguir condimentando el tarro de acritud necesario para ir luego a la plaza porque en Madrid hay que ir a los toros de mala leche…, de ahí lo de cátedra.

Tanto de una forma como de otra, llegará la hora sagrada del café, la copa (gintonic o güisquito) y el puro…, genuino rito para estos personajes que saborean cada ingrediente de la sobremesa como si fuera la primera vez que lo toman. Buchito a la negra pócima, relamido al copetín, y honda y profundísima chupada al puro (“de categoría por supuesto”) mediante unos movimientos ensayados de salón una y mil veces. Los más… diremos profesionales… dibujan enormes faenas entre el humo de la estaca, sobre el aroma del café y entre los efluvios de la copita. Si tienen a alguien a su lado recordarán con una inconmensurable colección de detalles la faena de su vida, la que requiera el momento porque ellos han visto cientos de ellas… “tantas que si yo me pusiera el Cossío, el Cossío nada menos, se quedaba canijo”.

Terminada la mezcla llega la hora de servir el cóctel: camino a la plaza, saludos y de nuevo también palmaditas en cuanta espalda lo merezca, y nuevas variaciones de su corto y repetitivo dialecto “cómo ves a tal…, no me digas que no está acabado…, ¿qué no?... ya me lo dirás luego”. Llegada a la plaza, entrada por el patio de las personalidades (que sarcásticamente es el patio de arrastre), saludos a los porteros con aires de señorito cortijero, vista al frente, el puro a un lado de la boca, cabellos tersos y pinta re-atildada, y llegada a un nuevo objetivo: la sala de prensa. La mayoría de estos especímenes conocen a los periodistas porque este mundillo, aunque no lo parezca, es chiquito como un pañuelín y todo el que pone empeño conoce a todo el personal. Ahí de nuevo el ritual del palmeo espaldero a los presentes, “¡buenas tardes señores!”, y, tras hacerse con el programa del festejo, puerta con aires malhumorados, molestos porque nadie les ha entrevistado, ¡a ellos!... Ya fuera, paseíllo por pasillos, pasadizos y vomitorios, saludos semiterratenientiles a los almohadilleros, vista siempre al frente, espalda tiesa, pecho bien abombado, y…caminito de la localidad. Ya en ella, otro saludos a los vecinos a los que ya tienen acostumbrados a realizarles algunas puntualizaciones para así poder hablar con la boca llena de sabiduría, protocolo que realizan mientras con la mirada buscan para ver quién falta al tiempo que ajustan sus miras de apuntar para fijar a quiénes verán y con quiénes discutirán después.

Terminado el festejo, durante el que “faltaría más, pues no te digo” habrán actuado como si de asesores presidenciales se tratase, la salida de la plaza implica casi casi desandar el camino repitiendo casi casi lo hecho al entrar. Observar las caras de los cronistas y tirar la banderilla donde más le duela al periodista con quien están enfrentados en la lejanía, y ahora ya sí salida triunfal por la puerta de arrastre camino del patio del desolladero. Tertulia, doctrina, predicación, cábalas, “nos vemos luego”… Y eso sí, siempre con el puro a un lado de la boca o entre los dedos aunque esté apagado, y dejando constancia de que ellos, como los buenos toreros, entrar y salen de la plaza sin despeinarse. Allí en ese terreno aguantan hasta el final, algo caerá, hablan con toreros modestos que dignamente saludan a todo el mundo, les conozcan o no (algo caerá), y salida a la calle.

Copazo y tapita en los bares aledaños, güisqui en alguna tertulia programada donde ya se miran mucho más no vayan a desbarrar y prefieren oír, y vuelta a casa. Será, la mayoría de las veces, más tarde de la medianoche, sin tele y con la mujer ya acostada, sin nadie con quien discutir porque la parienta, que ya se sabe la cantinela de todos los sanisidros se hará la dormida. Al catre pues y a plegarse, han sido más de doce horas de San Isidro y mañana… más.

“LOS QUE SUFREN LA FIESTA”
Para la mayoría de aficionados que durante un mes acuden cada tarde a la plaza de Las Ventas por sanisidro debería crearse un fondo de compensación que resarciera bien sus méritos o bien sus fatigas. Sin duda debería constituirse una asociación para caídos en combate que además facilitase atención psicológica como terapia de recuperación tras tan monumental esfuerzo. En ella estarían y ellos son los que compaginan fiesta y trabajo, fiesta y familia, fiesta y vida. Seres que durante un mes fuerzan la maquinaria hasta extremos insospechados, llegando incluso a sugerir, vade retro, que en el foro debería imponerse la tradición pamplonica de que cuando llegan las fiestas las parejas se deshacen para rejuntarse una vez acabe “la guerra”.

Cuando suena cada mañana el despertador, ellos están aún en el tercer toro del sueño, y el cansancio y el agarrotamiento que arrastran es tanto que su vocabulario es el silencio. No pueden derrochar, mucho menos a esas horas, ni una sola neurona porque en su cabeza se suceden a velocidad de vértigo los recuerdos del día anterior, los problemas del trabajo, los trucos para cambiar turnos, el ingenio para encontrar la fórmula de contentar a la familia que en muchos casos comparte la tradición taurina pero que en otros tantos no quieren oír ni un apunte de nota de pasodoble. Con ese menú tan colesteroso de buena mañana, o mejor madrugada, se arrastran a la ducha con la radio a todo volumen para que el ruido no les falte ni un momento y así irse habituando (¡qué ironía!) a lo que es su círculo vital en donde tampoco puede faltar el humo. Es por ello que tiran sin dudarlo de la llave del agua fría, la radio a todo trapo, el pitillo pegado traidoramente a los resecos labios, y en sus cuerdas vocales cientos de improperios concentrados para repartir a la mínima de cambio. Cuando del baño salen, su estado sigue exactamente igual: derrotados pero buscando afanosamente en sus agotadas neuronas qué comentar en apenas unos minutos.

Es tal el derrote en que viven y padecen que ni desayunarse a gusto pueden con lo que todo se ciñe a un café rápido que junto con otro cigarrillo contribuye a recordar algo de lo vivido el día anterior en la plaza. Un par de calificativos, uno de lo visto y otro a lo vivido, y a toda mecha al trabajo. Allí, entre malhumor que se torna en frenesí cuando se vio una buena faena va transcurriendo la mañana. Cuando llega la hora del bocadillo surge la primera sonrisa porque ya va aproximándose la hora de la verdad. Con ese panorama, imagínese la hora de la comida: en ella, sean o no aficionados los comensales, hay que hacer gala de los conocimientos que se tienen, y es entonces cuando brotan los análisis, veredictos, sentencias y pronósticos. En esos momentos la fiebre ha llegado ya a tal extremo que nada o casi nada se respeta: “a mí qué me importa si les gustan o no los toros, yo reparto afición y busco partidarios para la fiesta y aunque sea les hago una demostración del natural que pegó Chenel y que fue más grande que la última declaración del mismísimo presidente del gobierno. Es mi momento de inspiración y si los taurinos lo viesen me contrataban para que hablase… ¡en Estrasburgo, vamos!”.

Terminada la comida, vuelta al trabajo con el humor hecho trizas y notando claramente una subida de más histeria porque ¡ya va llegando la hora! Si es preciso, que lo será, habrá que ingeniárselas para escaquearse unos minutos antes de la hora de salida. Si tiene que viajar en metro, el estado de inquietud e histerismo subirá un nuevo nivel porque se mezclará con sudores, empujones y hasta arrechuchos si hay alguna chica guapa en las cercanías. Y así, se llega a la plaza hecho unos zorros, pero se llega con relativa prontitud lo que equivale a poder cafetearse y acicalarse en algún váter espacioso y preparado. Si por el contrario tiene que desplazarse en coche, la paciencia que hay que derrochar para sí la quisiera el santo Job. Se sabe que habrá atasco, que en el mejor de los casos se sobrelleva con el seguimiento radiofónico de alguna tertulia. Con todo, el estrés habrá llegado ya a límites preocupantes y lo peor está llegando: “¿dónde cojones aparco?”. Si se tiene prisa, dejarlo en los aparcamientos de la plaza es una temeridad porque luego salir es peor que una película de piratas criminales. Sea como fuere, el cuerpo se ha convertido en un océano de sudor en medio de una galerna de nervios desquiciados con lo que la entrada a la plaza es más parecida a la de un maletilla que a la de un figurón del arte de ver toros, cualidad esta que todo el que va a las plazas se sabe para sí “¡faltaría más!”

Entrada rápida, cuando no rapidísima, copita rápida, cuando no rapidísima, saludo rápido, cuando no rapidísimo, y miradas y análisis rápidos, cuando no rapidísimos… Todo al ritmo de la nerviosa rapidez rapidísima, con lo que lo visto habrá que ralentizarlo, sí o sí, siempre y cuando, claro está, se encuentre de un minuto para poder hacerlo y se pueda disponer del tal minuto.

Pasado el festejo toca la salida de la plaza que nuevamente se realiza a toda velocidad. Cañita en el bar cercano que se bebe en menos de un suspiro rápido sin derrochar ni un solo segundo en degustarla y “mejor si no ponen aperitivo”. Cigarrillo en la boca, las llaves del coche moviéndolas a 45 r.p.m., la mirada que busca el coche al tiempo que planifica por dónde salir, y de vuelta a casa. Allí la entrada ya es lamentable porque desde el instante en que la llave entra en el ojo de la cerradura es como si el día se le tirase encima a uno de golpe, de sopetón, y el mero hecho de cerrar la puerta o soportar las caricias del perro pueden provocar una auténtica debacle. Con ese estado llega el parte de novedades que uno, por mucho esfuerzo que haga, ya no puede sostener ni rebatir ni nada de nada. Vienen entonces los líos: que si estás cansado es porque tú quieres, que si no te ocupas de nada, que si vives como un marqués y a los demás que nos den, que no es justo que la fiesta sea sólo para ti, que el sábado nos vamos al campo y si tú no vienes nos vamos solos, que si… que si…

La noche ha llegado de pronto sin tiempo para analizar lo visto y lo vivido, y con la amenaza de que como se hable va a ser peor entre otras cosas porque con el cuerpo aniquilado más que hablar aquello será bramar. Para que no se levanten más ampollas, “que todavía quedan un montón de días”, si la cena se ha enfriado se cena fría y siempre resignado no sea que al final sea aún peor. Y finalmente, casi 16 horas después, se vuelve al baño, se apoya la cabeza en la pared, se mira al espejo a ver qué cara tenemos ya, se atusa un poco el semblante, y se coge aire “veremos qué pasa esta noche”. El día después ya está totalmente planificado.