viernes, 25 de noviembre de 2011

"Tu serás figura del toreo"

Así es como empieza "Antoñete, la Tauromaquia de La Movida (ed. Reino de Cordelia).
'Madrid despertaba agradeciendo calladamente el frescor que proporciona la madrugada. Eran días de auténtico calor, casi soporíferos, y el alba era el momento más genuinamente vivo.
En aquella vivienda incrustada en el corazón de la plaza de toros la actividad estaba a punto de llamar a la puerta. Como en ocasiones anteriores se levantó con sigilo, sin hacer ningún ruido delator. Se vistió conteniendo la respiración, sujetando aquellos latidos provocados por la emoción y que a él le parecían auténticos redobles de tambor. Cogió sus trastos y se deslizó al exterior. Nadie sabía nada, o al menos eso creía él, y con seguridad -producto de una joven altanería- atravesó el umbral de la puerta de arrastre camino del punto de encuentro: la plazoleta frente a la Puerta Grande, frente a la Puerta de Madrid. Esperó unos minutos a sus compañeros de terna. Habían decidido que aquel día lucirían su arte, su tauromaquia, en el pueblo de Vicálvaro que celebraba fiestas.
No conseguía explicarse el porqué aquella mañana le costaba tanto hablar. Sus dos compañeros no paraban de contar chismes y de alardear valor y cualidades. Repasaban incesantemente lo visto y, sobre todo, lo hecho en anteriores paseíllos, pero él era incapaz de articular palabra. Su mente
trabajaba frenética y ante su pequeño archivo de recuerdos se agolpaban centenares de imágenes arropadas de frases y sentencias inexplicables para su entendimiento pero aprendidas como si de auténticos mandamientos se tratase. Hasta ese día había intentado hacer realidad lo que él creía muy asumido, pero el fracaso había sido hasta el momento el único de los triunfos recogidos. Por su mente desfilaban composturas, garbosos desplantes, señoriales paseíllos… De una forma totalmente autómata se veía haciendo lo que con tanta pasión había observado una y cien veces a aquellos monstruos que le otorgaban el privilegio de ir a su casa a entrenarse, de ir a su patio a curtir sus artes taurinas. Mientras su mirada se perdía en el adoquinado de aquella vieja carretera, allí mismo, a sus pies, surgía el ruedo venteño visto desde el estribo de la barrera del tendido del 6, y desde esa ubicación revivía aquella apostura de Parrita -silencioso y generoso al tiempo-, aquel nervio de Yagüe que le impedía articular de un tirón frases inteligibles pero que desbordaba toda idea de la casta de un torero, aquel señorío de Manolo Navarro completamente transfigurado toreando de salón por naturales. De repente llegó a sus oídos la voz inconfundible de un torero llamándole a participar de la liturgia y nuevamente sus piernas temblaron por la emoción de entonces, ahora completamente onírica. Una vez más la garganta se le estremeció encogida por aquellas cientos de cosas que quería exponer y que no podía, y como en el mejor de los viajes por el tiempo que jamás nadie hubiera imaginado se vio embistiendo a “sus” mitos en aquella difícil experiencia que consistía en hacer muy bien el papel de toro y al tiempo poner todos los sentidos en empaparse por completo de un arte que amaba desde que siendo muy chico llegó a la conclusión de que el mejor regalo que nunca jamás nadie le había hecho fue llevarle a vivir a la plaza de toros de Las Ventas.
Ausente y ensimismado llegó al pueblo. “Su cuadrilla” se había interesado por su alejamiento de la realidad preocupados hasta cierto punto de que se encontrara enfermo. Realmente lo estaba. Su organismo había sido atenazado por una angustia indescriptible. Era una auténtica procesión de nervios que con el tiempo terminarían formando parte de su carácter cada tarde mientras se vestía de torero. No sabía bien lo que sucedía pero sentía que algo muy grande estaba a punto de ocurrir. Por un momento volvió a la realidad. Despertó, atravesó el quicio de aquella sala de pocos e infantiles recuerdos y, sorprendido, se dio cuenta que ya estaban en la plaza, una construcción espontánea e irregular que conformaba un ruedo festivo, apasionado y hasta cruel. A su alrededor había todo un gentío, una chiquillería que como él se sabían condicionados a alcanzar el trono del toreo. De pronto un arrebato brotó por todos los poros de toda la piel de todo su cuerpo, y gallardo y decidido se encaminó al centro de aquel coso. Estiró su trapillo y aguardó unos instantes. Buscó en los tendidos alguna mirada con la que engallarse para, apretando el gesto, decirle lo tantas veces oído en el ensayo: “va por ustedes”. Giró un poco el cuello, inclinó el semblante, hundió la barbilla en su pecho y citó a aquel animal al que tanto quería. El toraco se arrancó hacia él que sin saber cómo aguantó derecho sin perder la compostura. Allí puso lo más plana que pudo su improvisada muleta y en un increíble alarde de reflejos fue consciente de que echaba la pierna contraria hacia adelante como había aprendido a hacer mientras era el torito de sus ídolos. Incluso tuvo tiempo de jalear al animal que congestionado de fiereza se lanzaba a por aquel reto. Por un segundo perdió la conciencia de lo que ocurría. Un segundo más tarde el bicho pasaba por debajo del engañó sin hacer por el torero.
La mente de Antoñete explotó entonces, aquello que había hecho casi sin esfuerzo acababa de transformar su vida por completo. Había vivido la emoción tantas veces soñada de ver pasar junto a su corazón un toro bravo, y lo había realizado conscientemente. Acababa de descubrir lo que era el toreo y fue entonces cuando su alma y su mente gritaron al unísono en su interior: “tú serás figura del toreo”.'

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