lunes, 28 de noviembre de 2011

Las distancias

Quintaesencia del toreo de Antoñete, este es un fragmento del libro:

'Desde poco después del comienzo, aunque ya antes apuntaba, decidí que mi toreo no sólo daría al toro la máxima importancia sino que enseñaría a quienes lo viesen que quien ahí tiene la máxima importancia es el toro. Él es quien manda lo que en cada momento hay que hacer para mandarle. De una forma o de otra, con total lucimiento o con esforzada y a veces poco visible brega. El toro es quien dice siempre cómo hay que torearle, la clave está en entenderlo. Y puesto que me fijé no ya como objetivo sino como destino y obsesión enseñar al toro…, presentarle, mostrarle, revelarle, y descubrirle al aficionado y al espectador ese maravilloso animal salvaje con la que vamos a intentar hacer arte mientras le domamos…; estaba claro que la distancia sería el elemento y concepto clave de mi toreo.

Distancia para dejar ver al toro, distancia para dejar venir al toro, distancia para traerse toreado al toro hasta el mismo epicentro del toreo que es el lance. Distancia para que el toro vea y observe, distancia para que el toro estudie y fije objetivos, distancia para que el toro pueda lucir su bravura, distancia para que dé tiempo a analizar su casta, distancia para paladear el regusto de la nobleza del toro o la dificultad de su mansedumbre. Distancia para sentir el peligro durante más segundos de pura adrenalina y distancia para que dure hasta la eternidad el sentir el embrujo del toreo.

Todo cuando hice estuvo en todo momento presidido, herrado por la distancia. El andar por la plaza, la colocación, la elección de los terrenos, el toreo… Dejar venir al toro de largo siempre, desde los lances de recibo a los lances para situar al toro en el tercio de varas, desde la preparación y organización del tercio de banderillas a la misma ubicación del toro para iniciar la faena de muleta… Dando distancia siempre para dejar ver al toro y para traérselo toreado desde la distancia, tanto con capote como con muleta, tanto a la verónica como al natural, tanto en la media verónica como en el trincherazo. Siempre la distancia y las distancias. Y la distancia y las distancias siempre para el toro y su bravo, encastado y noble galope. Recuerdo que me decían “maestro, dándole tanta distancia el toro viene corriendo que se las pela y se le puede llevar por delante, que usté no está para correr”, y yo respondía “si yo no tengo que correr, el que tiene que correr es el toro y yo tengo que quedarme quieto”.

La distancia, piedra angular del toreo puro y eterno. Del toreo puro y eterno que creó y recreó Antoñete, y del toreo puro y eterno que refundió de raíz aquel fenómeno social y espiritual llamado Juan Belmonte que Chenel convirtió en su divisa y que dijo: “yo entraba en el ruedo como un matemático que va a la pizarra para probar un teorema. En aquellos tiempos el arte de torear estaba regido por el pintoresco axioma de "Lagartijo", que decía 'tú te pones allí, y o te quitas tú o te quita el toro'. Yo estaba allí para demostrar que esto no era tan cierto como se creía. Mi teoría era que el toro no te quita, que no te quitas tú ni te quita el toro si sabes cómo torear”. Palabra de Belmonte y, años después, sentencia de Antoñete: “yo he sido un torero toda mi vida de torear bien o si no de lidiar y matar. No puedo mentirme ni traicionarme, no puedo pegar espaldinas y cosas de esas…, yo sólo toreo”.'

viernes, 25 de noviembre de 2011

"Tu serás figura del toreo"

Así es como empieza "Antoñete, la Tauromaquia de La Movida (ed. Reino de Cordelia).
'Madrid despertaba agradeciendo calladamente el frescor que proporciona la madrugada. Eran días de auténtico calor, casi soporíferos, y el alba era el momento más genuinamente vivo.
En aquella vivienda incrustada en el corazón de la plaza de toros la actividad estaba a punto de llamar a la puerta. Como en ocasiones anteriores se levantó con sigilo, sin hacer ningún ruido delator. Se vistió conteniendo la respiración, sujetando aquellos latidos provocados por la emoción y que a él le parecían auténticos redobles de tambor. Cogió sus trastos y se deslizó al exterior. Nadie sabía nada, o al menos eso creía él, y con seguridad -producto de una joven altanería- atravesó el umbral de la puerta de arrastre camino del punto de encuentro: la plazoleta frente a la Puerta Grande, frente a la Puerta de Madrid. Esperó unos minutos a sus compañeros de terna. Habían decidido que aquel día lucirían su arte, su tauromaquia, en el pueblo de Vicálvaro que celebraba fiestas.
No conseguía explicarse el porqué aquella mañana le costaba tanto hablar. Sus dos compañeros no paraban de contar chismes y de alardear valor y cualidades. Repasaban incesantemente lo visto y, sobre todo, lo hecho en anteriores paseíllos, pero él era incapaz de articular palabra. Su mente
trabajaba frenética y ante su pequeño archivo de recuerdos se agolpaban centenares de imágenes arropadas de frases y sentencias inexplicables para su entendimiento pero aprendidas como si de auténticos mandamientos se tratase. Hasta ese día había intentado hacer realidad lo que él creía muy asumido, pero el fracaso había sido hasta el momento el único de los triunfos recogidos. Por su mente desfilaban composturas, garbosos desplantes, señoriales paseíllos… De una forma totalmente autómata se veía haciendo lo que con tanta pasión había observado una y cien veces a aquellos monstruos que le otorgaban el privilegio de ir a su casa a entrenarse, de ir a su patio a curtir sus artes taurinas. Mientras su mirada se perdía en el adoquinado de aquella vieja carretera, allí mismo, a sus pies, surgía el ruedo venteño visto desde el estribo de la barrera del tendido del 6, y desde esa ubicación revivía aquella apostura de Parrita -silencioso y generoso al tiempo-, aquel nervio de Yagüe que le impedía articular de un tirón frases inteligibles pero que desbordaba toda idea de la casta de un torero, aquel señorío de Manolo Navarro completamente transfigurado toreando de salón por naturales. De repente llegó a sus oídos la voz inconfundible de un torero llamándole a participar de la liturgia y nuevamente sus piernas temblaron por la emoción de entonces, ahora completamente onírica. Una vez más la garganta se le estremeció encogida por aquellas cientos de cosas que quería exponer y que no podía, y como en el mejor de los viajes por el tiempo que jamás nadie hubiera imaginado se vio embistiendo a “sus” mitos en aquella difícil experiencia que consistía en hacer muy bien el papel de toro y al tiempo poner todos los sentidos en empaparse por completo de un arte que amaba desde que siendo muy chico llegó a la conclusión de que el mejor regalo que nunca jamás nadie le había hecho fue llevarle a vivir a la plaza de toros de Las Ventas.
Ausente y ensimismado llegó al pueblo. “Su cuadrilla” se había interesado por su alejamiento de la realidad preocupados hasta cierto punto de que se encontrara enfermo. Realmente lo estaba. Su organismo había sido atenazado por una angustia indescriptible. Era una auténtica procesión de nervios que con el tiempo terminarían formando parte de su carácter cada tarde mientras se vestía de torero. No sabía bien lo que sucedía pero sentía que algo muy grande estaba a punto de ocurrir. Por un momento volvió a la realidad. Despertó, atravesó el quicio de aquella sala de pocos e infantiles recuerdos y, sorprendido, se dio cuenta que ya estaban en la plaza, una construcción espontánea e irregular que conformaba un ruedo festivo, apasionado y hasta cruel. A su alrededor había todo un gentío, una chiquillería que como él se sabían condicionados a alcanzar el trono del toreo. De pronto un arrebato brotó por todos los poros de toda la piel de todo su cuerpo, y gallardo y decidido se encaminó al centro de aquel coso. Estiró su trapillo y aguardó unos instantes. Buscó en los tendidos alguna mirada con la que engallarse para, apretando el gesto, decirle lo tantas veces oído en el ensayo: “va por ustedes”. Giró un poco el cuello, inclinó el semblante, hundió la barbilla en su pecho y citó a aquel animal al que tanto quería. El toraco se arrancó hacia él que sin saber cómo aguantó derecho sin perder la compostura. Allí puso lo más plana que pudo su improvisada muleta y en un increíble alarde de reflejos fue consciente de que echaba la pierna contraria hacia adelante como había aprendido a hacer mientras era el torito de sus ídolos. Incluso tuvo tiempo de jalear al animal que congestionado de fiereza se lanzaba a por aquel reto. Por un segundo perdió la conciencia de lo que ocurría. Un segundo más tarde el bicho pasaba por debajo del engañó sin hacer por el torero.
La mente de Antoñete explotó entonces, aquello que había hecho casi sin esfuerzo acababa de transformar su vida por completo. Había vivido la emoción tantas veces soñada de ver pasar junto a su corazón un toro bravo, y lo había realizado conscientemente. Acababa de descubrir lo que era el toreo y fue entonces cuando su alma y su mente gritaron al unísono en su interior: “tú serás figura del toreo”.'

Paseíllo

En mitad del marasmo de turbulencias y tribulaciones que nos rodean, tengo la suerte y el gusto de poder compartir contigo una buena noticia: la publicación del libro que da sentido a este blog, "Antoñete, La Tauromaquia de La Movida".
Son muchos los agradecimientos, tantos que el paseíllo sería interminable. Sí quiero en todo caso recuadrar y subrayar algunos empezando por todos aquell@s que creyeron en esto y lo apoyaron con cariño y enorme paciencia. Ell@s saben muy muy bien quiénes son.

Gracias y más gracias, de corazón (donde siempre por siempre estaréis).

Después, he de desmonterarme con máximo agrado e infinito placer frente a:

-Jesús Egido, editor de Reino de Cordelia. Un tipo fabuloso del que siempre me felicitaré de haberle conocido y con el que compartiré todo tipo de aventura literaria que ronde en los adentros de mi anárquica inspiración.
-Jaime Urrutia, genial artista y gran amigo al que nunca terminaré de poder pagarle en cervezas y afectos la plasta que le di para el magnífico prólogo que escribió para el libro. ¡Gran faena, torero!
-Botán, inmortalizador de efímeras secuencias toreras para hacerlas eternas, por poner a mi disposición su espectacular archivo fotográfico y lidiar conmigo mano a mano en él para seleccionar los espectaculares retratos que ilustran y dan lustre a este libro.
-Y, evidentemente y sobre todo, al maestro Chenel que sin saberlo me enseñó la belleza del torero y la grandeza de la torería a comienzos de los 80. Tiempo después tuve la inmensa suerte de decírselo una y mil veces en persona, y tuve también el impagable privilegio de compartir con él decenas de horas de conversación y toneladas de tabaco pergeñando una biografía aún por publicar y este tratado del torero eterno que ahora sí ha sido publicado.

Gracias y gracias y más gracias. Y también a ti, por supuesto.

¡¡Aquí está!!