viernes, 16 de noviembre de 2012

Un manual de toreo y torería con el sello de 'Antoñete'

Diario Hoy, reportaje de Estefanía Zarzallo

"Antonio apenas era un niño cuando regresó a Madrid. Había nacido en la capital, pero la guerra civil hizo que su familia se trasladase a Castellón para regresar a su ciudad cuando contaba con ocho años de edad. Comenzó entonces una estrecha vinculación con el mundo del toro. Su cuñado Paco Parejo era el mayoral de la plaza de Las Ventas y allí solía ver a los matadores punteros de la década de los años 40 durante sus entrenamientos y en las tardes de triunfos. Admiraba especialmente a Manuel Rodríguez, 'Manolete'. Además en las tardes en el coso, aprendió a conocer el comportamiento del toro bravo, para él, el indiscutible protagonista de la fiesta.

Mientras pasaban los años, Antonio Chenel Albadalejo forjaba su destino a la sombra de Las Ventas. Aprendió en la dureza de las capeas hasta que en 1953 tomó la alternativa en Castellón, de manos de Julio Aparicio . Un doctorado que daba el pistoletazo de salida a una prolífica carrera en la que destacan los más de sesenta muletazos al toro blanco de Osborne en 1966, aunque hubo mucho más que esa tarde en su trayectoria. 'Antoñete' dejó huérfana a la afición en octubre de 2011, cuando falleció, pero su legado se extenderá mientras prosiga la historia del toreo.
 
Para conocer su manera de torear y acercarse a la figura del diestro basta con leer 'Antoñete, la tauromaquia de la movida' (Editorial Reino de Cordelia) un libro escrito por el periodista Javier Manzano (Madrid, 1962). La obra nació como una biografía. Uno de sus apéndices recopilaba la tauromaquia del maestro Chenel y ambos comenzaron a conversar para adelantar esa parte.
«La biografía nunca llegó a terminarse y cuando se ha cumplido ya el primer aniversario de su muerte, el mejor legado es su memoria y su toreo. Este libro es un manual de instrucciones del toreo de 'Antoñete', su manera de torear desde que comienza el paseíllo hasta que muere el toro: el capote, los quites, el tercio de varas, banderillas...», explica su autor.
 
Javier Manzano conocía y admiraba al maestro desde la década de los 80. Según recuerda el periodista y escritor, en esos años la afición estaba huérfana de torería y de tauromaquia de verdad y en una de las reapariciones de 'Antoñete' descubrió que casi todo lo que había estado viendo en una plaza de toros hasta el momento, no tenía nada que ver con lo que era la torería.
 
El autor se refiere a la etapa de su reaparición, tras su primera retirada en 1975. Volvió a vestir de luces en Madrid en 1981 sumando ese año 32 festejos y gozando de buenas actuaciones y triunfos hasta que anunció su nueva retirada cuatro años después, en 1985.
 
«Nos enseñó a ver el toro y ese fogonazo se produjo en los años de la movida. De ahí el título del libro», comenta Manzano. La obra está prologada por Jaime Urrutia, músico y compositor, vocalista de Gabinete Caligari, mítico grupo de los 80, y amigo del autor.
 
En la obra se narran sus inicios y lo que supuso para él haber sido criado en la plaza de toros de Las Ventas. En ella jugaba, vivía y se empapaba de tauromaquia y de torería. Entre los muros del coso aprendió a conocer y querer al toro y también a los toreros, a los que veía entrenar mientras se fijaba en su técnica, que fue asimilando como si fuese una escuela.
 
En esa etapa aprendió tres conceptos que serían básicos para él durante su carrera como matador de toros: distancia, colocación y cargar la suerte. Le daba muchísima importancia y eran palabras que aparecían con muchísima frecuencia en las conversaciones entre Javier Manzano y Antonio Chenel.
«Cuando 'Antoñete' reaparece enseña a la gente a ver el toro. Estábamos acostumbrados a ver un toreo mucho más encimista. El maestro Chenel le daba distancia al toro y eso te permitía verlo. Según su filosofía, la fiesta es una obra de teatro donde el toro es el libro, la obra que tienes que interpretar y el torero es el actor. La importancia recae en el toro y el torero debe adaptarse a él en función de sus características», asevera Javier Manzano que recuerda que por todo ello, según 'Antoñete', era fundamental darle distancia al morlaco para que el público pueda verlo y el torero logre lucirlo.
«Así el espectador tiene la certeza total y absoluta de que el personaje fundamental es el toro y que, en función de sus características, el torero tiene que desarrollar su faena. De ahí la importancia de la distancia y también de la colocación, porque nada tiene que ser forzado, sino natural», apostilla el autor que marca como tercera característica del toreo de 'Antoñete' cargar la suerte.
Javier Manzano relata en el libro cómo 'Antoñete' le comentaba su manera de ver una corrida de toros, fijándose siempre en el astado. Aunque la tendencia natural sea observar al torero. «Decía que era un ejercicio duro y complicado pero apasionante. Observar al animal desde que sale de toriles te va a ir marcando cómo va a ser su comportamiento y lo que el diestro podrá o no hacer con él durante la faena», matiza. Tras retirarse en Burgos en 2001, trabajó como comentarista en las retransmisiones taurinas de Canal Plus donde siguió impartiendo su magisterio.
 
Javier Manzano también repasó la trayectoria del diestro en las conversaciones que mantuvieron para que el libro viese la luz. Quizás en el recuerdo de los aficionados esté su etapa en los años 80, en la que el propio autor quedó eclipsado por su concepto del toreo, pero ya había triunfado con anterioridad. El año de su alternativa, 1953, salió por primera vez a hombros por la puerta grande de Las Ventas en su confirmación.
 
En el año 1966 cuajó una de las faenas más importantes de la historia del toreo con el 'toro blanco' de Osborne. «En su trayectoria hubo muchos altibajos, retiradas y reapariciones, que no son más que el reflejo de su manera de vivir», recuerda Manzano, que sostiene que aunque no tuvo la repercusión mediática de otros como 'El Cordobés' o Antonio Ordóñez sí que logró quedar en la memoria y la retina del aficionado.
 
Dentro y fuera de los ruedos
La torería es otro de los conceptos sin los que no se entiende la figura de 'Antoñete'. Un elemento presente en la vida del diestro desde que se levanta hasta que se acuesta, porque no es otra cosa que toda una forma de ser. Para el diestro madrileño fue fundamental, porque en las horas que pasó viendo entrenar a los matadores de toros en Las Ventas, también se impregnó de sus gestos, su comportamiento, manera de andar...
 
«'Antoñete' fue torero siempre, en todo momento, y a lo largo de toda su vida», sentencia Javier Manzano que resalta además que siempre fue querido y respetado en Madrid. No obstante nació en 1932 en la calle Goya y siempre fue comprendido en Las Ventas a pesar de la dureza de la afición, que cuando tuvo que pitarle, lo hizo. «Él siempre tuvo presente la responsabilidad que suponía torear en su ciudad, en su casa y con su gente», matiza el autor del libro que reconoce que con su muerte la afición taurina quedó huérfana.
 
No sólo por el fallecimiento de Antonio Chenel, sino también por la retirada de toreros que han sido importantes en la plaza de la capital del país como Curro Vázquez o Joselito.
El recuerdo del maestro Chenel estará siempre presente en los aficionados aunque siempre se podrá recordar en las páginas de este libros, contemplando las estampas siempre toreras del diestro o disfrutando de sus faenas míticas a través de vídeos. Así siempre vivirá entre quienes lo admiran".

jueves, 10 de mayo de 2012

Empieza la Feria: "A los toros... en Madrid"

Los estudiosos de la festividad popular dicen y mantienen que Madrid no tiene fiestas, que la maquinaria de la gran urbe no permite ni autoriza semanas de relax ni de asueto. Tan ofensivas afirmaciones las argumentan, con cierta comprensión de los currelas, con una obviedad: una gran mayoría de “gatos”, bien por linaje o bien por acogida, aprovechan cualquier resquicio de san descanso para irse lejos de la ruidosa y humeante ciudad. Esos mismos estudiosos elevan el tono de sus hipótesis, si es que son rebatidas, apostillando que eso de los puentes o de los acueductos (que también los hay) es un invento puramente madrileño que no sólo se exportó sino que se potencia de generación en generación.

Por todo eso, y de esa forma tan sombría en principio, se extrae una consecuencia también muy comentada y predicada: la verdadera fiesta en Madrid son sus corridas de toros por San Isidro; veinticinco tardes seguidas de cita con la fiesta por antonomasia (hasta la llamaron “nacional”) que los madrileños se reparten y distribuyen de muy diversas maneras según sus quehaceres cotidianos.

“LOS QUE VIVEN LA FIESTA”
No madrugan pero tampoco dejan que la mañana les coma en el catre. Tienen que patear las calles comentando y recomentando lo que vieron ayer para explicárselo a quienes no lo vieron y para discutirlo con los que sí estuvieron.
 
Bien perfumados, cabellos marcialmente repeinados, periódico bajo el brazo…, emprenden el camino del bar de costumbre, de querencia. “¿Qué pasa Pepe?... ¿Lo viste?...¿viste como yo tenía razón?” Y Pepe, que a esas horas ya habrá discutido con cuatro rezagados, dos distribuidores y el chico de los recados…, Pepe a esas horas no entra al trapo. Café, copa, cigarrito y un vistazo a lo que han escrito los cronistas. Último chupito y a la segunda querencia. Ahí cambia el panorama, ahí sí que encontrará a alguien que entre a su muleta y con quien discutirá algo, lo que sea, de lo ocurrido en la plaza de toros. El caso es discutir y por ello argumentos, estrategias y otras martingalas ni sirven ni importan porque de lo que se trata es de provocarse, citarse el espíritu crítico porque se aproxima la hora del apartado.

Llegada ahí con aires muy toreros, “buenos días, señores”, vistazo a diestro y a siniestro, ubicación adecuada, y … a mirar. Es, son, avezados taurinos con lo que sólo les es necesario un vistazo con el gesto bien enmorrillado y… a discutir, que es de lo que se trata. Que si ese no dará juego, que si el bueno es el número 49, que si usted no tiene ni idea y es un indocumentado… Argucias al cabo para que suba el tono vital necesario para emprender la nueva aventura.

Llegar al hotel de los toreros es un paso obligado del vía crucis de quien en Madrid vive los toros por las fiestas del patrón. Allí, verdadero reducto del taurinismo más falso, se saludan entre ellos sin a lo mejor ni conocerse. Se palmean los hombros, se dicen “y tú qué tal, cómo estás”, provocan chismes, y afinan la oreja porque como sea tienen que reactualizar su víscera crítica, que es de lo que se trata. Sucede también que lo mismo tienen un compromiso de última hora y tienen entonces que dorar la píldora a reventas profesionales o a cualquier miembro de la cohorte que rodea al torero para conseguir entradas. Y en el caso de que compromiso no tengan, lo que buscarán con auténtico instinto primario es quién pague sus copas, “de fino…, faltaría más”. Lo mismo hasta si hay suerte encontrarán compañeros de comida, bien para que les salga gratis hasta el puro o bien para seguir condimentando el tarro de acritud necesario para ir luego a la plaza porque en Madrid hay que ir a los toros de mala leche…, de ahí lo de cátedra.

Tanto de una forma como de otra, llegará la hora sagrada del café, la copa (gintonic o güisquito) y el puro…, genuino rito para estos personajes que saborean cada ingrediente de la sobremesa como si fuera la primera vez que lo toman. Buchito a la negra pócima, relamido al copetín, y honda y profundísima chupada al puro (“de categoría por supuesto”) mediante unos movimientos ensayados de salón una y mil veces. Los más… diremos profesionales… dibujan enormes faenas entre el humo de la estaca, sobre el aroma del café y entre los efluvios de la copita. Si tienen a alguien a su lado recordarán con una inconmensurable colección de detalles la faena de su vida, la que requiera el momento porque ellos han visto cientos de ellas… “tantas que si yo me pusiera el Cossío, el Cossío nada menos, se quedaba canijo”.

Terminada la mezcla llega la hora de servir el cóctel: camino a la plaza, saludos y de nuevo también palmaditas en cuanta espalda lo merezca, y nuevas variaciones de su corto y repetitivo dialecto “cómo ves a tal…, no me digas que no está acabado…, ¿qué no?... ya me lo dirás luego”. Llegada a la plaza, entrada por el patio de las personalidades (que sarcásticamente es el patio de arrastre), saludos a los porteros con aires de señorito cortijero, vista al frente, el puro a un lado de la boca, cabellos tersos y pinta re-atildada, y llegada a un nuevo objetivo: la sala de prensa. La mayoría de estos especímenes conocen a los periodistas porque este mundillo, aunque no lo parezca, es chiquito como un pañuelín y todo el que pone empeño conoce a todo el personal. Ahí de nuevo el ritual del palmeo espaldero a los presentes, “¡buenas tardes señores!”, y, tras hacerse con el programa del festejo, puerta con aires malhumorados, molestos porque nadie les ha entrevistado, ¡a ellos!... Ya fuera, paseíllo por pasillos, pasadizos y vomitorios, saludos semiterratenientiles a los almohadilleros, vista siempre al frente, espalda tiesa, pecho bien abombado, y…caminito de la localidad. Ya en ella, otro saludos a los vecinos a los que ya tienen acostumbrados a realizarles algunas puntualizaciones para así poder hablar con la boca llena de sabiduría, protocolo que realizan mientras con la mirada buscan para ver quién falta al tiempo que ajustan sus miras de apuntar para fijar a quiénes verán y con quiénes discutirán después.

Terminado el festejo, durante el que “faltaría más, pues no te digo” habrán actuado como si de asesores presidenciales se tratase, la salida de la plaza implica casi casi desandar el camino repitiendo casi casi lo hecho al entrar. Observar las caras de los cronistas y tirar la banderilla donde más le duela al periodista con quien están enfrentados en la lejanía, y ahora ya sí salida triunfal por la puerta de arrastre camino del patio del desolladero. Tertulia, doctrina, predicación, cábalas, “nos vemos luego”… Y eso sí, siempre con el puro a un lado de la boca o entre los dedos aunque esté apagado, y dejando constancia de que ellos, como los buenos toreros, entrar y salen de la plaza sin despeinarse. Allí en ese terreno aguantan hasta el final, algo caerá, hablan con toreros modestos que dignamente saludan a todo el mundo, les conozcan o no (algo caerá), y salida a la calle.

Copazo y tapita en los bares aledaños, güisqui en alguna tertulia programada donde ya se miran mucho más no vayan a desbarrar y prefieren oír, y vuelta a casa. Será, la mayoría de las veces, más tarde de la medianoche, sin tele y con la mujer ya acostada, sin nadie con quien discutir porque la parienta, que ya se sabe la cantinela de todos los sanisidros se hará la dormida. Al catre pues y a plegarse, han sido más de doce horas de San Isidro y mañana… más.

“LOS QUE SUFREN LA FIESTA”
Para la mayoría de aficionados que durante un mes acuden cada tarde a la plaza de Las Ventas por sanisidro debería crearse un fondo de compensación que resarciera bien sus méritos o bien sus fatigas. Sin duda debería constituirse una asociación para caídos en combate que además facilitase atención psicológica como terapia de recuperación tras tan monumental esfuerzo. En ella estarían y ellos son los que compaginan fiesta y trabajo, fiesta y familia, fiesta y vida. Seres que durante un mes fuerzan la maquinaria hasta extremos insospechados, llegando incluso a sugerir, vade retro, que en el foro debería imponerse la tradición pamplonica de que cuando llegan las fiestas las parejas se deshacen para rejuntarse una vez acabe “la guerra”.

Cuando suena cada mañana el despertador, ellos están aún en el tercer toro del sueño, y el cansancio y el agarrotamiento que arrastran es tanto que su vocabulario es el silencio. No pueden derrochar, mucho menos a esas horas, ni una sola neurona porque en su cabeza se suceden a velocidad de vértigo los recuerdos del día anterior, los problemas del trabajo, los trucos para cambiar turnos, el ingenio para encontrar la fórmula de contentar a la familia que en muchos casos comparte la tradición taurina pero que en otros tantos no quieren oír ni un apunte de nota de pasodoble. Con ese menú tan colesteroso de buena mañana, o mejor madrugada, se arrastran a la ducha con la radio a todo volumen para que el ruido no les falte ni un momento y así irse habituando (¡qué ironía!) a lo que es su círculo vital en donde tampoco puede faltar el humo. Es por ello que tiran sin dudarlo de la llave del agua fría, la radio a todo trapo, el pitillo pegado traidoramente a los resecos labios, y en sus cuerdas vocales cientos de improperios concentrados para repartir a la mínima de cambio. Cuando del baño salen, su estado sigue exactamente igual: derrotados pero buscando afanosamente en sus agotadas neuronas qué comentar en apenas unos minutos.

Es tal el derrote en que viven y padecen que ni desayunarse a gusto pueden con lo que todo se ciñe a un café rápido que junto con otro cigarrillo contribuye a recordar algo de lo vivido el día anterior en la plaza. Un par de calificativos, uno de lo visto y otro a lo vivido, y a toda mecha al trabajo. Allí, entre malhumor que se torna en frenesí cuando se vio una buena faena va transcurriendo la mañana. Cuando llega la hora del bocadillo surge la primera sonrisa porque ya va aproximándose la hora de la verdad. Con ese panorama, imagínese la hora de la comida: en ella, sean o no aficionados los comensales, hay que hacer gala de los conocimientos que se tienen, y es entonces cuando brotan los análisis, veredictos, sentencias y pronósticos. En esos momentos la fiebre ha llegado ya a tal extremo que nada o casi nada se respeta: “a mí qué me importa si les gustan o no los toros, yo reparto afición y busco partidarios para la fiesta y aunque sea les hago una demostración del natural que pegó Chenel y que fue más grande que la última declaración del mismísimo presidente del gobierno. Es mi momento de inspiración y si los taurinos lo viesen me contrataban para que hablase… ¡en Estrasburgo, vamos!”.

Terminada la comida, vuelta al trabajo con el humor hecho trizas y notando claramente una subida de más histeria porque ¡ya va llegando la hora! Si es preciso, que lo será, habrá que ingeniárselas para escaquearse unos minutos antes de la hora de salida. Si tiene que viajar en metro, el estado de inquietud e histerismo subirá un nuevo nivel porque se mezclará con sudores, empujones y hasta arrechuchos si hay alguna chica guapa en las cercanías. Y así, se llega a la plaza hecho unos zorros, pero se llega con relativa prontitud lo que equivale a poder cafetearse y acicalarse en algún váter espacioso y preparado. Si por el contrario tiene que desplazarse en coche, la paciencia que hay que derrochar para sí la quisiera el santo Job. Se sabe que habrá atasco, que en el mejor de los casos se sobrelleva con el seguimiento radiofónico de alguna tertulia. Con todo, el estrés habrá llegado ya a límites preocupantes y lo peor está llegando: “¿dónde cojones aparco?”. Si se tiene prisa, dejarlo en los aparcamientos de la plaza es una temeridad porque luego salir es peor que una película de piratas criminales. Sea como fuere, el cuerpo se ha convertido en un océano de sudor en medio de una galerna de nervios desquiciados con lo que la entrada a la plaza es más parecida a la de un maletilla que a la de un figurón del arte de ver toros, cualidad esta que todo el que va a las plazas se sabe para sí “¡faltaría más!”

Entrada rápida, cuando no rapidísima, copita rápida, cuando no rapidísima, saludo rápido, cuando no rapidísimo, y miradas y análisis rápidos, cuando no rapidísimos… Todo al ritmo de la nerviosa rapidez rapidísima, con lo que lo visto habrá que ralentizarlo, sí o sí, siempre y cuando, claro está, se encuentre de un minuto para poder hacerlo y se pueda disponer del tal minuto.

Pasado el festejo toca la salida de la plaza que nuevamente se realiza a toda velocidad. Cañita en el bar cercano que se bebe en menos de un suspiro rápido sin derrochar ni un solo segundo en degustarla y “mejor si no ponen aperitivo”. Cigarrillo en la boca, las llaves del coche moviéndolas a 45 r.p.m., la mirada que busca el coche al tiempo que planifica por dónde salir, y de vuelta a casa. Allí la entrada ya es lamentable porque desde el instante en que la llave entra en el ojo de la cerradura es como si el día se le tirase encima a uno de golpe, de sopetón, y el mero hecho de cerrar la puerta o soportar las caricias del perro pueden provocar una auténtica debacle. Con ese estado llega el parte de novedades que uno, por mucho esfuerzo que haga, ya no puede sostener ni rebatir ni nada de nada. Vienen entonces los líos: que si estás cansado es porque tú quieres, que si no te ocupas de nada, que si vives como un marqués y a los demás que nos den, que no es justo que la fiesta sea sólo para ti, que el sábado nos vamos al campo y si tú no vienes nos vamos solos, que si… que si…

La noche ha llegado de pronto sin tiempo para analizar lo visto y lo vivido, y con la amenaza de que como se hable va a ser peor entre otras cosas porque con el cuerpo aniquilado más que hablar aquello será bramar. Para que no se levanten más ampollas, “que todavía quedan un montón de días”, si la cena se ha enfriado se cena fría y siempre resignado no sea que al final sea aún peor. Y finalmente, casi 16 horas después, se vuelve al baño, se apoya la cabeza en la pared, se mira al espejo a ver qué cara tenemos ya, se atusa un poco el semblante, y se coge aire “veremos qué pasa esta noche”. El día después ya está totalmente planificado.

martes, 17 de abril de 2012

La feria ya despunta... ¡y falta Chenel!

Buenas!
Mucho tiempo, demasiado, sin pasar por aquí. ¡Hasta ahora!
San Isidro ya despunta por el horizonte más próximo..., ya huele a feria..., ¡falta Chenel!
Va a ser el primer sanisidro sin Antoñete.
Pero va a estar aquí.
Porque se presentará este libro... Y hasta si quieren..., con la intención de que fuese un manual de consulta y a la vez un manual de instrucciones.
Y porque usaremos esta plaza para llenarla de estampas, de secuencias, de paisaje y paisanaje...: ¡para hablar de toros que era lo que le gustaba a Chenel!
Dicho queda, advertido está.
Y para ir haciendo ganas...: el video de la inolvidable, la imborrable, faena al toro blanco un San Isidro del 66.
¡Por aquí quedamos!


miércoles, 25 de enero de 2012

De la torería

Os dejo un capítulo del libro: ¡a disfrutarlo!

"Siempre me ha parecido esencial el que además de ser torero uno lo parezca. Más que esencial, la torería es imprescindible y sin ella no tendría sentido nada de lo que aquí cuento. Quizás esa visión sea o parezca un tanto tópica pero inevitablemente para mí es vital porque en la torería me crié y me formé, en unos tiempos en los que realmente esa palabra tenía un enorme sentido. Es sabido por todos los aficionados que desde que tengo uso de razón mi casa, mi hogar, ha sido una plaza de toros, la plaza de Madrid con toda su importancia de entonces y de ahora. Desde muy chico mis juegos, mi ambiente,... mi vida en una palabra estuvieron marcados por el toreo. Mi cuñado fue mayoral de la plaza de Las Ventas con lo que mis pillerías de niño tenían como escenario corrales, tendidos y tercios del coso madrileño. Así que además de impregnarme de lo que sería el armazón de la fiesta mis sentimientos se fueron forjando junto a grandes matadores de toros, junto a toreros en el más amplio sentido a los que admiraba, observaba y escuchaba con toda la atención que entonces yo era capaz de poseer. Así crecí y con ello me fui haciendo torero desde cuando apenas levantaba una cuarta.

Observar y sentir a aquellas gentes, apasionarme con lo que me contaban de las grandes figuras, e incluso poder acercarme a aquellos fenómenos me marcó sin duda. Ver a Juan Belmonte interpretar su tauromaquia, sorprenderme y casi atemorizarme por la gallardía y la majestuosidad de Manolete,… tener el privilegio de estar muy cerca de la torería fue como una droga y aquello se me metió en las venas, en las carnes, llegando a formar parte de mí. Por eso, desde cuando sólo podía soñar con llegar a ser como ellos, aquella espiritualidad se convirtió en mi aire, fue mi verdadero oxígeno.

Un torero tiene que serlo en todo momento, desde el principio y hasta el final. Claro que hay varias formas de demostrarlo: la normal o exterior y la personal o interior. Esta va con cada uno y aquella hay que provocarla, incitarla. Desde siempre me ha gustado vestirme de luces muy pronto porque creo que el ejercicio de meterse en el espíritu del torero es complicado y la metamorfosis debe hacerse a conciencia. En la calle era un tipo normal y luego en la habitación, según me iba vistiendo, me transformaba. Casi desde mis comienzos me ha gustado ponerme el traje de una forma ritual, siempre muy despacio y paso a paso... Sería como ir metiéndome en una piel de luces y de gallardía lo que es igual a decir que el proceso es complicado y delicado. De esa forma me ponía una media, luego la otra..., siempre haciendo las mismas cosas y vistiéndome por el mismo lado... Muy despacio y concienciándome de que la corrida ya estaba ahí y que en unos momentos estaría por fin en la plaza... Una y otra vez, en cada cuarto lujoso o modesto, he afrontado en solitario mi metamorfosis, concentrado y recluido en compañía tan sólo de los recuerdos y los sentimientos que labré sin darme cuenta desde muy pequeño.

En el hotel el miedo y la preocupación te rondan permanentemente... Tienes que acostumbrarte a convivir con ello y lo vas haciendo a sorbos. Pero es tan fuerte la conjunción de energías que por mucho que te digan, que por mucho que te intenten distraer, no dejas de darle vueltas a la ganadería, a los problemas que te pueda traer porque recuerdas algún toro de ese mismo hierro que lidiaste otra vez... Por si todo eso no fuese ya bastante está el público siempre irascible y a quien es imposible comprender aunque lleves tiempo y más tiempo lidiando con ellos. Cuando los miedos del toro ya han sido asimilados comienzan a surgir los temores por la gente, por los aficionados y sus reacciones. Esos nuevos agobios aparecen, curiosamente, cuando vas camino de la plaza. Y es precisamente en el momento de divisarla de lejos cuando brota a raudales toda la emoción y toda la tensión que tenías acumulada.

Semejante conjunto de factores que sin duda fraguan tu torería estallan en el patio de cuadrillas al que siempre he llegado rebosante de preocupación, con una expresión que refleja toda una mezcla de sensaciones a las que, igual que toreando, hay que darles el pecho y cargarles la suerte... Mandar en ellas sometiéndolas. Ahí está la torería.

En el patio lo primero que he hecho ha sido asomarme al ruedo y mirar a los tendidos, observar al público en lo que podría ser un primer cite o un primer desplante un tanto arrogante hacia ti mismo y que te sirve para reafirmarte en tu torería... Entre unas cosas y otras, semejante estado te agarrota de tal forma que ansías el sonido del clarín y que comience de una vez la puesta en escena de todo lo que has estado rumiando durante la "metamorfosis".

El reloj marca la hora, siempre en punto. Un clarinazo surca los aires y al ritmo del timbal se abre el portón de cuadrillas y ahí está, ya, todo lo que has soñado y temido. Al pisar el albero clavas por vez primera las zapatillas en una prueba de asentamiento, en una toma de posesión de todo lo que te ha invadido y que ahora sueltas por los pies para que se quede allí en el ruedo formando parte del fluido en el que te moverás, en el que vivirás durante un par de horas. Un "dios reparta suerte" indica que comienza el paseíllo y entonces ya eres torero, el torero. Procurando mantener fría la cabeza y también el corazón, con la boca y el aliento absolutamente resecos, adoptas la postura para empezar con el primero de los ritos de la lidia: inicias el paseo con una actitud que no debe ser ni arrogante ni arrugada... El torero tiene que ser y que estar, siempre, lo más natural posible pero gustándose, y, como en todo lo que luego se habrá de realizar, tus gestos y tus movimientos estarán marcados por la templanza...

El paseíllo hay que hacerlo andando siempre muy despacio y con la mirada fija en la presidencia, no en los tendidos ni en la gente... Miras al frente porque allí está tu ilusión y tu sueño, porque ante tus ojos y tus sentidos se reflejan tus propias pasiones. Y en ese trance debes comprobarte imaginando que estás delante de un espejo y aguantar esa embestida, la tuya. Así, poco a poco, llegas a la barrera, dejas el capote de paseo y lo cambias por el de brega. Es justo ahora cuando toda la metamorfosis empieza a concluir, cuando la torería interior debe comenzar a aflorar de forma espontánea, nunca forzada, porque para eso has querido ser torero, ser figura del toreo. Desde ese mismo instante tu carnet de identidad ha perdido todo su sentido y ya no tienes nombre ni apellidos... Ahora eres un TORERO, ya no hay otras inquietudes ni otras preocupaciones... Ahora tu cabeza ha expulsado todo lo que tú antes habías metido en ella y un único pensamiento da órdenes a los músculos y al corazón: hacerlo todo en torero, con gusto, dejándote ver y dándote importancia. Con torería".

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Frases, Citas...: Esencia de Torería

Antoñete: "Yo he sido un torero toda mi vida de torear bien, o si no de lidiar y matar. No puedo mentirme ni traicionarme, yo sólo toreo".

Antoñete: “Siempre andándole al toro y viéndole venir”.

Antoñete: “El segundo muletazo es el que vuelve loca a la gente porque eso es torear”.

Antoñete: “Lo fundamental es cargarle la suerte al toro en todo lo que haces”.

Antoñete: “La pureza se consigue cargando la suerte y dándole el pecho al toro”.

Antoñete: "La distancia es fundamental para que surja la belleza de la arrancada del toro y la repetición de la embestida".

Antoñete: “La colocación es imprescindible. En el toro y en la vida. Hasta para tomarse una cerveza en la barra de un bar conviene estar bien colocado”.

Marcial Lalanda: “¿Uno de los secretos del éxito de Antoñete? Aparte de su gran calidad, es que con él muchos espectadores han descubierto la emoción que supone llamar al toro de lejos, darle su distancia, verle venir, aguantarle, darle la salida adecuadamente... Para muchos nuevos aficionados, resultaba, por desgracia, algo insólito".

Domingo Ortega: “El primer hombre que se enfrentó con un toro tuvo, necesariamente, que cargar la suerte”… "En el toreo todo lo que no sea cargar la suerte no es torear sino destorear”.

Rafael Ortega: “Lo que yo veo, para hacer el toreo puro, es esta continuidad: citar, parar, templar y mandar, y a ser posible cargando la suerte”.

Antoñete: “Cargando la suerte se hace el toreo perfecto. La conjunción ideal es echar el engaño y la pierna y que el toro se venga, y que según viene el toro tu vas cargando la suerte y dando el lance”.

Parmeno y Belmonte: “Hable un poco de su toreo, Juan”… “¡Si no sé! Palabra. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo”.








Antoñete: "Yo he sido un torero toda mi vida de torear bien, o si no de lidiar y matar. No puedo mentirme ni traicionarme, yo sólo toreo".

jueves, 15 de diciembre de 2011

Urrutia, Manzano y Chenel

Hola a tod@s!!
Este es un extracto del prólogo que mi buen amigo y pedazo de artista Jaime Urrutia ha escrito para Antoñete La Tauromaquia de La Movida. A disfrutarlo!!

"...Formamos Gabinete Caligari en 1981, la casualidad quiso que el mismo año que Antoñete reaparece en Madrid apoyado por la empresa Chopera después de recobrar ilusiones en Venezuela. Tras unos inicios en que nos inspiramos descaradamente en grupos coetáneos ingleses, el largo parón de trece meses que supone el servicio militar obligatorio nos hace reflexionar y ver las cosas de otra forma: somos de donde somos (madrileños los tres) y qué mejor inspiración que nuestra propia vida y la cultura que hemos absorbido desde pequeños para reflejarlo en nuestras canciones. Trasmito mi afición taurina a mis dos camaradas de Gabinete que empiezan a acompañarme a Las Ventas. Antoñete vuelve cumbre de clasicismo y valor en cada una de sus actuaciones y su magisterio explota definitivamente la tarde del 7 de Junio de 1.985 con un toro de Garzón de nombre “Cantinero” ante nuestros ojos incrédulos. Nos quedamos prendados de él, de su torería, de su empaque, maestría, casticismo, señorío, romanticismo, chulería, elegancia, sabiduría…tantos términos y conceptos encerrados en esa forma de citar al toro dándole la distancia larga pero justa, adelantando la pierna contraria al son de su embestida para vaciarla, de seguido, completamente por detrás: ni más ni menos que la emoción del toreo en estado puro, lo que hacía muchos años no se veía en el ruedo de Las Ventas.

Fue, sin dudar, el reactivo que hizo que antiguos y desengañados aficionados volvieran a los tendidos, de la misma forma que chavales de mi edad acudieran a ellos por primera vez. La prensa taurina y la intelectualidad de la Movida acogieron con curiosidad y simpatía el suceso de que gente joven y “moderna” se interesara, de repente, por los toros. Nosotros, ya junto a otros amigos de nuestro entorno de la noche, rockeros, pintores y buscavidas diversos, disfrutábamos al máximo de cada día de corrida y hacíamos un rito del hecho de ir a ver torear a Chenel: había que ir temprano a la calle de la Victoria a conseguir entradas al veinte por ciento y, normalmente, de Sol, ante la repentina gran demanda y lo escaso de nuestro peculio; la indumentaria solía ser a base de gorra de chulapo, pantalón ajustado y botines de punta junto a un buen puro en la comisura de los labios; era normal invitar a alguna chica de buen ver que seguramente habíamos conocido en el Rock-Ola y que lucía mucho en el tendido pero que no dejaba de dar la tabarra toda la tarde con comentarios y preguntas tontas; el carajillo previo y la cervecita de después en los, por desgracia, desaparecidos kioscos de la explanada de entrada a la plaza; para, tras la corrida, irse a tapear y de celebración hasta bien entrada la madrugada. Fue en aquellos días felices de primavera en Madrid que conocí a Javier Manzano, autor de este libro que ahora tienes en tus manos y que al igual que nosotros cayó rendido por la magia de la tauromaquia de Antoñete, que en las siguientes páginas analiza detalladamente desde su gran conocimiento y admiración por él.

Aquellas corridas de Antonio Chenel en el Madrid de los primeros ochenta de la Movida (recuerdo otras tardes junto a Manolo Vázquez, Curro Romero o Rafael de Paula), creo que han supuesto para la historia del toreo una revolución tan grande como debieron ser las apariciones de Joselito, Belmonte y Manolete . Los cuatro mil abonados de Las Ventas se convirtieron súbitamente en dieciocho mil, yo entre ellos, hasta el día de hoy. Nosotros titulamos nuestro primer LP “Que Dios reparta suerte” e incluimos en él una canción, “Sangre española”, escrita junto con mi hermano Alberto Urrutia, que es un sincero homenaje de admiración a Juan Belmonte, “El Pasmo de Triana”. Al comentarse en los ambientes musicales que habíamos inventado el “rock-torero” yo sonreía para mis adentros con satisfacción y orgullo. Me encantaba la etiqueta. Sin duda, Antoñete tuvo mucha culpa de ello...".